Giovanni Papini -Dos imágenes en un estanque
Hace unos días de ocio por la red
encontré una antología titulada "a través del espejo" compilada por
Andrés Ibáñez y editada por editorial Atalanta, me llamó la atención bastante
pues tocaba el tema del espejo y su influencia en los relatos fantásticos y de
ficción:
"Desde el reflejo de nuestros ancestros en las aguas tranquilas de
un lago hasta los primeros azogues de cobre o la imagen que de nuestro propio
rostro recibimos a diario, el espejo ha sido siempre un objeto cautivante cuyo
poder nos fascina y nos somete. Los espejos deforman e invierten, pero también
revelan lo que somos y duplican lo que vemos. La literatura y las diversas
mitologías de la Antigüedad nos abrieron puertas a otros mundos como el de
Alicia o el escudo contra la Medusa. De la vanidad medieval al autoconocimiento
renacentista, de la superstición al infinito establecido entre dos espejos
enfrentados, esta antología recorre las luces y sombras de nuestra naturaleza
al descubierto."
No me sorprendió encontrar en esta
antologia autores como: Poe, Lovecraft, los hermanos Grimm, Edowaga Rampo,
E.T.A. Hoffman de los que en algun momento habia leido, o conocia relatos que
tocaban ese tópico, pero hubo otra lista de autores de los que si quizás había
apenas leído u oído su nombre, seguramente no había leído nada de ellos tales
como: Marcel Schwob, Leopoldo Lugones, Giovanni Papini, G. K.
Chesterton,Virginia Woolf, Danilo Kiš.
Eche una mirada al índice de relatos y
vi que bien vale la pena hacerse de una copia, tarea en la que ya me estoy
ocupando para quizás después dejar por aquí una sinopsis o alguna reseña, acá les dejo el
enlace de la editorial.
De momento dejare por aquí un relato de
Giovanni Papinni "Dos imágenes en un estanque" que al leerlo es
inevitable recordar el concepto del "Doppelgänger" ese doble
fantasmagórico uno mismo o, así como al leerlo no se puede evitar recordar
relatos como "La Sombra" de Hans Christian Andersen O William Wilson
De Poe.
No recuerdo haber leído nada de Papinni,
pero hasta este momento a reservas de conocer más su obra este relato me ha
parecido bastante recomendable.
Dos imágenes en un estanque
Giovanni Papini
¿Solo para volver a ver mi rostro en un estanque muerto, lleno de hojas
muertas, en un jardín estéril, me detuve después de tanto tiempo en la pequeña
capital? Cuando me aproximaba a ella no pensaba tener otro motivo que este.
Regresando del mar y de las grandes ciudades de la costa, sentía el
deseo de las cosas ocultas, de las calles estrechas, de los muros silenciosos y
un poco ennegrecidos por las lluvias. Estaba seguro de hallar todo eso en la
pequeña capital, en la ciudad donde había estudiado durante cinco años, con
maestros de clásicas barbas blancas, las ciencias más germánicas y más
fantásticas.
Recordaba a menudo la querida ciudad, tan sola en medio de la llanura,
como una exiliada (he pensado siempre que existen también ciudades desterradas
de su propia patria), sin río, sin torres ni campanarios, casi sin árboles,
pero totalmente quieta y resignada en torno al gran palacio rococó, en el que
charla y duerme la corte. En las calles, a cada cien pasos, hay un pozo y junto
al pozo una fuente y sobre cada fuente un guerrero de terracota, pintado de
azul y rojo pálido.
Recordaba también la casa en que viví durante los años de mi aprendizaje
científico. Mis ventanas no se abrían sobre la plaza sino sobre un gran jardín,
cerrado entre las casas, donde había, en un rincón, un estanque circuido por
rocas artificiales. A nadie le importaba el jardín: el viejo señor había muerto
y la hija, aburrida y devota, consideraba a los árboles como herejes y a las
flores como vanidosas. También el estanque había muerto por su culpa. Ningún
chorro brotaba ya de su seno. El agua parecía tan cansada e inmóvil como si
fuese la misma desde hacía una cantidad enorme de años. Por lo demás, las hojas
de los árboles la cubrían casi enteramente e incluso las hojas parecían haber
caído allí en otoños míticamente lejanos.
Este jardín fue el sitio de mis alegrías mientras viví en la pequeña
capital. Tenía la libertad de poder visitarlo cada hora y cuando los maestros
no me llamaban me sentaba con algún libro junto al estanque, y cuando estaba
cansado de leer o la luz menguaba, intentaba mirar mis ojos reflejados en el
agua o contaba las viejas hojas y seguía con estática ansiedad sus lentos
viajes bajo el hálito desigual del viento. Alguna vez las hojas se apartaban o
se reunían todas en el fondo y entonces veía en el agua mi rostro y lo
contemplaba tan largamente que me parecía no existir más por mí mismo, con mi
cuerpo, sino ser solamente una imagen fijada en el estanque por la eternidad.
Fue por eso que corrí inmediatamente al jardín, apenas llegué a la
pequeña capital. Habían pasado muchos años, pero la ciudad se mantenía igual.
Por las mismas calles estrechas pasaban las mismas mujeres enanas y
amarillentas, de cofias ajadas, y los guerreros de terracota, inútiles y
ridículos, se apoyaban en el puño de las espadas sobre las habituales fuentes.
Y también el jardín estaba tal como yo lo había dejado, también el
estanque estaba como yo lo vi por última vez, antes de regresar a mi patria.
Alguna mata de más en los canteros, algunas hojas más en el estanque y todo el
resto como antaño. Quise entonces volver a ver mi cara en el agua y me di cuenta
de que era diferente, muy diferente de aquella que tan lúcidamente recordaba.
El encanto de ese estanque, de ese sitio volvió a apoderarse de mí. Me senté
sobre una de las rocas artificiales y con la mano moví las hojas muertas para
formar un espejo más grande a mi rostro palidecido y transfigurado. Permanecí
algunos minutos mirando mi imagen y pensando en las leyes del tiempo cuando vi
dibujarse en el agua otra imagen junto a la mía. Me volví bruscamente: un
hombre se había sentado a mi lado y se reflejaba junto a mí en el estanque. Lo
miré sorprendido -volví a mirarlo y me pareció que se me asemejaba un poco.
Dirigí de nuevo los ojos al estanque y contemplé otra vez su imagen reflejada
sobre el fondo sombrío. Al instante comprendí la verdad: ¡su imagen se parecía
perfectamente a la que yo reflejaba siete años antes!
En otro tiempo, quizás, aquello me hubiera espantado y seguramente
habría gritado como quien se halla preso en el círculo de alguna invencible
obsesión. Pero yo sabía ahora que solamente lo imposible se vuelve real algunas
veces y por lo tanto no sentí el menor asomo de terror. Tendí la mano al
hombre, que me la estrechó, y le dije:
-Sé que tú eres yo mismo, un yo que pasó hace mucho, un yo que creía
muerto pero que vuelvo a ver aquí, tal como lo dejé, sin cambio visible.
Y no sé, oh mi yo pasado, qué deseas de mi yo presente, pero sea lo que
fuere no sabré negártelo.
El hombre me miró con cierto estupor, como si me viera por primera vez,
y respondió después de unos instantes de vacilación:
“Quisiera estar un poco contigo. Cuando tú creíste partir
definitivamente yo permanecí aquí, en esta ciudad donde no pasa el tiempo, sin
moverme, sin hacer nada, esperándote. Sabía que regresarías. Habías dejado la
parte más sutil de tu alma en el agua de este estanque y de esta alma yo he
vivido hasta hoy. Pero ahora quisiera unirme nuevamente a ti, permanecer
estrechado a ti, viviendo contigo, escuchando de ti el relato de tus vidas de
todos estos años. Yo soy como tú eras entonces y no conozco de ti más que lo
que tú conocías entonces. Comprende mi ansiedad de saber y de escuchar. Hazme
de nuevo tu compañero hasta que partas una vez más de esta ciudad exiliada del
mundo y del tiempo.”
Asentí con la cabeza y salimos del jardín tomados de la mano, como dos hermanos.
Comenzó entonces para mí uno de los periodos más singulares de mi vida,
esta vida mía tan diferente ya de la de otros hombres. Viví conmigo mismo -con
mi yo transcurrido- algunos días de imprevista alegría. Mis dos yo caminaban
por las calles mal empedradas, en medio del silencio que reinaba desde hacía
tanto tiempo en la pequeña capital -¡un silencio que databa del siglo
decimoctavo!-, y conversaban incesantemente tratando de recordar las cosas que
vieron, los hombres que conocieron, los sentimientos que los agitaron, los
sueños que dejaron un amargo sabor en sus espíritus. Las dos almas -la antigua
y la nueva- buscaron juntas la universidad, silenciosa y sepulcral como un
monasterio montañés -recorrieron el jardín a la francesa, detrás del palacio
rococó, donde las estatuas, mutiladas y ennegrecidas, no concedían más de una
mirada a las alamedas infinitas- y se aventuraron hasta el Liliensee, una
chacra mal excavada que por decreto de los viejos príncipes había llegado a
obtener el nombre de lago. ¡No puedo recordar aquellos días de paseos y de
confidencias sin que desfallezca por un instante mi corazón! Pero luego de las
primeras horas de efusión, después de los primeros días de evocaciones, comencé
a sentir un tedio inenarrable al escuchar a mi compañero. Ciertas ingenuidades,
ciertas brutalidades, ciertos modos grotescos que continuamente exhibía me
desagradaban. Me percaté, además, al hablar extensamente con él, de que estaba
lleno de ideas ridículas, de teorías ya muertas, de entusiasmos provincianos
hacia cosas y seres que yo ni siquiera recordaba. Confiaba en ciertas palabras,
se conmovía con ciertos versos, se exaltaba ante ciertos espectáculos que a mí,
en cambio, me inspiraban muecas o sonrisas. Su cabeza estaba llena todavía de
ese romanticismo genérico, desproporcionado, hecho de cabelleras desmelenadas,
de montañas malditas, de bosques tenebrosos, de tempestades y de batallas con
redoblar de truenos y tambores, y su corazón se deshacía en aquel pathos
germánico (flores azules, luna entre nubes, tumbas de castas novias, cabalgatas
nocturnas, etcétera) del cual vivían los esmirriados petimetres melancólicos y
las señoritas rubias un poco obesas.
Su ingenuo orgullo, su inexperiencia del mundo, su ignorancia profunda
de los secretos de la vida, que al principio me divertían, terminaron por
cansarme, por suscitar en mí una especie de compasión despreciativa que poco a
poco llegó a la repugnancia.
Durante algunos días aún supe resistir mi deseo de insultarlo o de huir,
pero una mañana, luego de que hubo declamado con gran énfasis un lied
estúpidamente conmovedor, sentí que mi desprecio iba transformándose en odio.
“Y sin embargo, pensé, yo mismo he sido en otra época este hombre del
que me burlo, este joven ridículo e ignorante. Él es todavía, de alguna manera,
yo mismo. Durante estos largos años yo he vivido, he visto, he adivinado, he
pensado y él ha permanecido aquí, en la soledad, intacto, perfectamente igual a
ese que era yo el día en que dejé estos lugares. Ahora mi yo presente desprecia
a mi yo pasado -y sin embargo en ese tiempo yo creía, más que hoy todavía, ser
el hombre superior, el ser alto y noble, el sabio universal, el genio
expectante. Y recuerdo que entonces despreciaba a mi yo pasado, mi pequeño yo
de niño ignorante y sin refinamiento todavía. Ahora desprecio a aquel que
despreciaba. Y todos estos menospreciadores y menospreciados han tenido el
mismo nombre, han habitado el mismo cuerpo, se presentaron ante los hombres
como un solo ser vivo. Después de mi yo presente, se formará otro que juzgará a
mi alma de hoy tal como yo juzgo hoy a la de ayer. ¿Quién tendrá piedad de mí
si yo no la tengo para mí mismo?”
Mientras yo pensaba esto, el yo antiguo me hablaba y declamaba. Yo no
tenía nada ya para decirle y callaba; él no tenía nada más para decirme, pero,
en vez de callar, fabricaba frases y recitaba poesías horriblemente extensas.
¿Qué había ahora de común entre nosotros? Habiendo agotado los recuerdos del
pasado lejano, yo no podía hablar con él del pasado próximo, de todo mi mundo reciente
de bellezas conocidas, de corazones amados y destrozados, de paradojas
improvisadas en torno de la mesa de té, y mucho menos del sueño doloroso que
ocupa ahora íntegramente mi alma. Era inútil decirle todo eso; él no me
comprendía. El sonido de ciertas palabras que me sugería toda una escena, las
asociaciones de ideas de un perfume, de un nombre, de un rumor nada le decían a
su alma. Me rogaba que le hablara, y si consentía, me escuchaba con curiosidad
pero sin sentir, sin comprender, sin revivir conmigo lo que yo le narraba. Sus
ojos se perdían en el vacío y apenas yo enmudecía recomenzaba sus declamaciones
y sus melosidades sentimentales.
Llegó, pues, un día en que el odio contra ese pasado yo mío no supo ya
contenerse. Le dije entonces con mucha firmeza que no podía más vivir con él y
que debía separarme de su compañía para acabar con mi disgusto. Mis palabras lo
sorprendieron y lo entristecieron profundamente. Sus ojos me miraron
suplicando. Su mano me estrechó con más fuerza.
“¿Por qué quieres dejarme -dijo con su odiosa voz de teatral
apasionamiento-; por qué quieres dejarme una vez más tan solo? ¡Te he estado
esperando durante tanto tiempo en silencio, durante tantos años he contado las
horas que me acercaban a estos momentos! Y ahora que estás conmigo, ahora que
te amo, que hablamos del amor y de la belleza del mundo, de los pesares de sus
criaturas, ¿quieres dejarme solo en esta ciudad tan triste, tan lentamente
triste?”
No respondí a sus palabras sino con un gesto de rabia. Pero cuando me
adelanté para irme sentí su brazo aferrarme con violencia y escuché de nuevo su
voz que me decía sollozando:
“No, tú no partirás. ¡No te dejaré partir! Soy tan feliz ahora de poder
hablar a alguien que puede comprenderme, a alguien que todavía tiene un
corazón, ardiente, que viene de las ciudades de los vivos, que puede escuchar
todos mis gemidos y acoger mis confesiones. ¡No, tú no partirás, no podrás
partir! ¡No permitiré que te vayas!”
Tampoco esta vez respondí y todo el día permanecí con él sin hablar. Él
me miraba en silencio y me seguía siempre.
Al día siguiente me preparé para irme pero él se plantó ante la puerta y
no me dejó salir hasta que no le hube prometido que me quedaría con él durante
todo el día.
Así pasaron todavía cuatro días. Yo intentaba eludirlo, pero él me
perseguía constantemente, aburriéndome con sus lamentaciones e impidiéndome,
aun por la fuerza, abandonar la ciudad. Mi odio, mi desesperación crecían de
hora en hora. Finalmente, al quinto día, viendo que no podía liberarme de su
celosa vigilancia, pensé que sólo me quedaba un medio y salí resueltamente de
casa seguido de su lamentable sombra.
También aquel día anduvimos por el estéril jardín donde tantas horas
había pasado yo con su alma, y nos aproximamos, también aquel día, al estanque muerto
cubierto de hojas muertas. También aquel día nos sentamos sobre las falsas
rocas y separamos con la mano las hojas para contemplar nuestras imágenes.
Cuando nuestros dos rostros aparecieron juntos sobre el espejo sombrío del
agua, me volví rápidamente, aferré a mi yo pasado por los hombros y lo arrojé
de cara al agua, en el sitio donde aparecía su imagen. Empujé su cabeza bajo la
superficie y la sostuve quieta con toda la energía de mi odio exasperado. Él
intentó resistirse; sus piernas se agitaron violentamente pero su cabeza
permaneció bajo el remolino trémulo del estanque. Después de algunos instantes
sentí que su cuerpo se aflojaba y debilitaba. Entonces lo solté y cayó aún más
abajo, hacia el fondo del agua. Mi odioso yo pasado, mi ridículo y estúpido yo
de otros años había muerto para siempre. Abandoné con calma el jardín y la
ciudad. Nadie me molestó jamás por este hecho. Y vivo ahora todavía en el
mundo, en las grandes ciudades de la costa, y me parece que me falta algo cuyo
preciso recuerdo no poseo. Cuando me asalta la alegría con sus tontas risas
pienso que soy el único hombre que ha matado a su yo y que vive todavía. Pero
esto no es suficiente para que permanezca serio.
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