Vago Espinazo De La Noche – Adela Fernández

En los últimos años, debido a que sigo de manera mas formal algunos blogs y escritores, he ido descubriendo varios autores Mexicanos de fantasía y terror muy buenos, curiosamente algunos son totalmente desconocidos, y su obra: “se transmite de boca a boca”, como alguna vez leí por ahí.

Considero que esta es razón suficiente para hablar mas de ellos, compartir su obra y quizás incitar a que haya mas lectores que se interesen en ella.

Adela Fernández y Fernández (1942-2013), fue hija del indio Fernández (si aquel cineasta Mexicano famoso) y la cubana Gladys Fernández, fue ademas investigadora de historia y antropología Mexicana. 


Cuando supe de su obra, me dijeron que sus cuentos fantásticos estaban cargados de “folclore​ e indigenismo”. Cosa que es verdad,  pero a mi lo que mas me ha gustado es el manejo de situaciones "cotidianas", para cargarlas de misterio y terror. Una clara muestra de que para generar miedo no se necesita de hadas, criaturas mágicas o situaciones sobre naturales,  que casi siempre basta con la realidad y sus verdugos, para este cometido.

Su relato mas conocido es: “La jaula de la tía Enedina”, del que se dice que recomendó Gabriel Garcia Marquez, en su lista de diez cuentos latinoamericanos que toda persona debe leer.

Yo pude hacerme de dos de sus libros en la ultima edición de la feria del libro de mi ciudad: "Duermevelas" y "Vago Espinazo de la noche", espero pronto poder subir sus reseñas completas.

De momento los dejare con uno de los relatos que mas me ha gustado, que me di a la tarea de transcribir, y que curiosamente es homónimo al nombre del libro.

Vago Espinazo De La Noche – Adela Fernández

Al principio yo no quería hacerlo pero fui seducido por la idea. El pacto suicida surgió en el orfanato después de que Don Saturnino, el prefecto, nos castigó con un baño a manguerazos de agua fría. Nos mantuvo desnudos en el patio, secándonos bajo la mortecina luz de una luna menguante. Estuvimos ahí durante horas, cansados de tanta temblorina y asqueados por el hedor que nos llegaba de la pocilga en la que agonizaba una cerda. Por la desnudez, el frío quemante, la neblina que todo lo entristecía y los estridentes gemidos del animal, nos sentimos más huérfanos que nunca.

Habíamos puesto sal en la azucarera de los maestros, y a todos los castigados nos pareció que la irrisoria travesura no merecía ese duro escarmiento. A las cuatro de la mañana entramos al dormitorio y entre gimoteos y risas de rabia discurrimos en cómo vengamos. Ignacio, el mayor de todos, el grandulón de once años, nos convenció de que lo mejor era morirnos, quitarnos la vida para que Don Saturnino por el resto de sus años cargará con la culpa de este suicidio colectivo.

Ignacio era hijo de un curandero y sobrino de una espiritista y presumía de tener contacto con el más allá y conocimiento sobre los rectos caminos de la muerte, así que hicimos todo cuanto dijo era necesario. Nos enseñó a invocar a la Parca mediante rezos en idioma extraño con el fin de que no llegaramos a ser tristes ectoplasmas apegados la tierra, sino espíritus puros, iluminados y elevados. Con palabras bellamente descriptivas nos dibujó la existencia del vago Espinazo de la Noche conformado de polvo de luz y de armoniosas constelaciones. Fue fácil imaginarnos esa inmensa y luminosa osamenta brillando en la negrura del firmamento nocturno. Nos prometió que ascenderíamos a Dios por ella; iniciaríamos ese viaje tanátíco por el coxis e iríamos trepando por las vértebras que nos revelarían misterios inimaginables.

Al alcanzar las cervicales podríamos entrar al cerebro de Dios. Eso nos dijo. A todos nos pareció una aventura fascinante y con obediencia y devoción seguimos las órdenes de Ignacio. Durante ocho noches, los cinco compañeros tomados de la mano y con los ojos cerrados, rezamos las letanías Indicadas. Al llegar el noveno día hicimos ceremoniosamente el pacto. A cada uno de nosotros Ignacio nos dio a masticar cinco bolitas de mescalina y después entramos al laboratorio a robar cuatro frascos de eter que bebimos a grandes tragos.

A pesar de los vómitos, el efecto fue inmediato. Recuerdo el mareo, el zumbido y la terrible visión: el inmenso espinazo gravitaba en el universo, iluminado por sus propios cuerpos siderales. Ahí estábamos todos escalando las primeras vértebras en el esfuerzo por no caer dada aquella viscosidad brillante. De pronto el miedo me paralizó y mientras mis compañeros trepaban hacia la cabeza en busca de la inteligencia luminosa, yo, atraído por una fuerza maligna, fui arrastrado desde el centro del espinazo hacia la cola, zona llena de partículas frenéticas. No sé por cuántas horas descendí por entre los huesos respirando oleadas de cortante diamantina y sangrando por boca y nariz. La armoniosa luminosidad y sus reflejos estaban muy lejos de mí y yo, solo, quedé atrapado en la última vértebra del coxis donde se gestan las miserias, el mal y el desconcierto. Preso en el terror me encontré entre los residuos del caos sin posibilidad de escapar de él y sin comprender por qué no logré el ascenso.

Cuando desperté en la enfermería no sentí ningún alivio porque la parte más esencial de mí se quedó en aquella cósmica cárcel. Mis amigos murieron y quiero pensar que lograron llegar al cerebro de Dios. Han pasado siete años desde que se fueron y yo he sobrevivido desencantado con la realidad y humillado ante la Muerte que misteriosamente me rechazó.

Permanezco en la vida, ya crecido y aún marginado en el hospicio, con esta sensación de que la cabeza se me hincha cada vez más, zumba y se llena de agua espesa donde flotan o se hunden los astros del mal y del sufrimiento. Por haberme quedado vagando en la zona inferior del esqueleto del universo y al haber perdido la facultad del habla, todos suponen que soy un idiota; sobre todo eso piensa Don Saturnino cuando lo miro fijamente. Lo que pasa es que cuando observo cuánto se agobia con sus culpas y cómo vive temeroso de los fantasmas, tal como lo planeamos, me asombro y quisiera preguntarle qué es lo que realmente pasa en su conciencia. Sé que algo le pesa aunque cuando se refiere al caso dice que solo fue una pendejada de chiquillos.

Nadie se imagina cuánto sufro y lo mucho que me esfuerzo por salir de esa concavidad estelar. Con una mezcla de compasión y repudio me llaman Bobo y me han destinado a barrer los patios. Cumplo con la rutina de sol a sol mientras mi espíritu instalado en el vago Espinazo de la Noche lucha contra las miserias anhelando que éstas desaparezcan algún día: sé que cuando yo ordene mi propio caos, saldré de la cola y... vértebra por vértebra subiré, tendré acceso a la zona de polvo de luz y como lo hicieron mis amigos podré penetrar en el divino cerebro sideral del Bien y de la Inteligencia cósmica. 

Este sigue siendo mi único anhelo: llegar a Dios. En eso pienso cuando barro y en eso sueño cuando duermo.



G
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